Nos quedan horas de camino
Ivan Fernando González
Era la época de lluvias en Chiapas y la estrecha carretera obligaba a manejar despacio y con cuidado. Siempre a la espera de algún derrumbe escondiéndose tras la siguiente curva. Yo manejaba con la ventana abierta, con el aire fresco golpeándome la cara, y dándome una excusa para tener los ojos húmedos, llenos de lágrimas nunca derramadas. Mi esposa y yo estábamos solos en un auto de alquiler, navegando la curvilínea carretera de San Cristobal a Palenque, escuchando música antigua para no tener que hablar de nuevo sobre las cosas dichas ya tantas veces. Era nuestro peregrinaje de cada año, a un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme, que se conecta a una carretera rural sin nombre, a un poco más de ciento cuarenta kilómetros de San Cristóbal.
Nuestro hijo estaba enterrado en esa tierra anónima, en un pueblo con quinientas almas, porque así lo quiso él. Nunca nos lo hizo fácil. Él siempre se obstinaba en lo que él quería, desde pequeño no pensaba en nosotros, y aún muerto nos ponía a pasar trabajos. Cada año abandonábamos nuestro “castillito burgués” como él lo solía llamar, y tomábamos un par de aviones y manejábamos por horas para visitar una tumba sin lápida en una tierra extraña. Nuestra casa de clase media en los suburbios de la ciudad se sentía como otro mundo desde aquí en Chiapas. Allá el pasto está cortado y verde, está controlado. Aquí lo verde se lo tomaba todo, la naturaleza impone su ordenado desorden, y es la gente la que se adapta. Allá hay señales de tránsito y semáforos. Aquí hay letreros escritos a mano por los Zapatistas, y camiones del ejército llenos de telarañas. Allá las calles no tienen huecos, aquí hasta la carretera principal es una carrera de obstáculos, si se puede imaginar carreras donde hasta las tortugas viajan más rápido que los automóviles.
A pesar del humor amargo, la belleza del paisaje me distraía de los pensamientos más oscuros que se escondían encogidos en la guantera del auto. Manejar me escudaba de las voces recriminadoras de mi conciencia, acalladas por los ruidos de la carretera. Estaba pensando en los negocios en casa y no en muchas más cosas, cuando al pasar la curva tuve que parar el auto con una frenada.
Es la más antigua de las trampas, y no se necesita ser un genio para esta clase de emboscada. A pleno día, detrás de una curva ciega, en un cañón estrecho que da al precipicio, sin posibilidad de voltear o retroceder, tres figuras con pasamontañas, y una tabla llena de clavos cruzada en la calzada, lo decía todo. Era un momento que nunca pensé que me pasaría. Pero ahí estábamos, mi esposa y yo en el auto, esperando a saber nuestra suerte, viendo a una mujer encapuchada que se acercaba a nuestra ventana.
Eran Zapatistas. Verme atrapado soltó todos los demonios que llevaba dentro. Lo primero que pensé es que este maldito camino ya había matado a mi hijo. Ahora nos iba a matar a nosotros.
Tal vez nos iban a robar todo, tal vez iban a violar a mi esposa.
No, no creo que la violen, es una mujer la que viene al frente, y los otros dos son tan malnutridos y pequeños que hasta podrían ser niñas bajo esas ropas de campaña. Pero aún podían pasar cosas terribles, tal vez había hombres con armas escondidos esperando por una señal predeterminada.
El estómago se me hizo piedra.
–Guarda la cartera bajo la silla –le digo a mi esposa.
Ella me mira con cara de preocupación. Aunque no sé si es preocupación por lo que nos pueda pasar o por lo que piensa que yo pueda hacer.
–Por favor –ella me dice–, no te pelees, dales lo que nos pidan. No quiero más muertes en esta vía.
Parada frente a la ventana del auto, la mujer con ojos intensos y voz carrasposa nos da un discurso que ya se sabe de memoria. Se nota que lo ha repetido una y mil veces, tan memorizado como un padre nuestro de cada día. Tan real como su vida misma, pero tan trillado como los discursos que nuestro hijo universitario nos daba todos los días.
La compañera nos pidió al final una colaboración, que es como una especie de peaje en las carreteras olvidadas, una transacción de algunos pesos para ayudar a la causa. Si puedo adivinar, creo que hasta sonrió bajo el pasamontañas cuando pedía ayuda monetaria.
Siento alivio al escuchar que no nos van a quitar todo. Pero del susto paso a la furia.
Me daban ganas de gritarle a la compañera que de colaboración, nada. Que fue esta carretera bloqueada la que no dejó que mi hijo llegara al hospital a tiempo. Que fueron sus causas y las injusticias lo que lo había traído aquí en primer lugar. Lo que lo trajo a esta tierra olvidada, tierra de mierda, donde una infección te llevaba a la tumba, en lugar de una semana de antibióticos y reposo en cama.
Mis ideas más oscuras me llaman desde la guantera. Pero no las escucho. Lo que pasa en el asiento del copiloto me pone de nuevo en el presente, callando las furias que carcomen mis entrañas.
Mi esposa estaba llorando.
–¿Qué te pasa? –le pregunto a mi esposa.
–Mira sus ojos –me responde ella.
Pegado a la ventanilla estaba otro de los Zapatistas, así de cerca podía ver que era sólo un niño. Pero sus ojos, sus ojos eran inconfundibles. Eran los ojos de nuestro hijo.
Le doy dinero a la compañera, sin decirle nada, y los Zapatistas se despiden con una señal para que pasemos después de remover la madera. Hasta nos dan las gracias por la colaboración.
Yo arranco el auto, sin querer mirar atrás. Paro a unos kilómetros más adelante donde la carretera es lo suficientemente ancha. Lágrimas, por fin lágrimas, sale un llanto que tenía años sin poder salir. No me acuerdo por cuanto tiempo lloré, pero fue mucho.
Abracé a mi esposa y ella me abrazó aún más fuerte.
Ella me dice: –Arranca amor, que aún quedan horas de carretera.
Y así, sin más que decir, reiniciamos nuestro peregrinaje hacia un pueblo de cuyo nombre no quiero acordarme, por una carretera olvidada.
Acerca del autor: Ivan Fernando González es un comunicador de la ciencia que vive en Seattle, Washington. Él intercambió una vida de estudios científicos que incluía caminar sobre rocas fundidas, entrenar tiburones, y lidiar con teclados cubiertos con capsaicina (la sustancia picante del ají) por la vida más aventurera de un escritor independiente. Escribe en inglés y español para audiencias locales e internacionales, y también dedica algo de tiempo a crear comunidades en Twitter. Puede encontrarlo en @GonzalezIvanF (inglés), @Cuentos_IFG y @SalsaDeCiencia (español) y @IvanFGonzalez (bilingüe).
About the author: Ivan Fernando González is a science communicator living in Seattle, Washington. He traded an academic life that included walking on top of molten rocks, training sharks, and dealing with keyboards covered with capsaicin (the pungent substance of chili peppers) for the more adventurous life of an independent writer. He writes in English and Spanish for local and international audiences, and he also spends some time trying to build communities on Twitter. You can find him at @GonzalezIvanF (English), @Cuentos_IFG and @SalsaDeCiencia (Spanish) and @IvanFGonzalez (Bilingual).