peregrine ['perəgrən]

coming from another country; wandering, traveling, or migrating

 

 

Amelia y yo

Amelia y yo

Rita Wirkala

Antes de entrar a la sala de clase, formábamos fila por orden de estatura. Apenas un tantico más baja que yo, el lugar de Amelia era frente al mío. Día tras día yo le pellizcaba el cuello, y ella callaba. Mi madre era la maestra de música del pueblo. Por eso, ya a los seis años, yo tenía mis prerrogativas. Amelia era huérfana de madre y solo tenía humildad.                                         

El recuerdo culposo estuvo hibernando en la zona velada de mi interior durante cinco décadas, hasta que un día emergió a la luz de la conciencia, cuando recibí un mensaje electrónico. Alguien me había encontrado en ese teatro al que llamamos Facebook, esa vasta, virtual casa de inquilinato que sirve a sus habitantes para pavonease, agredirse o echarse flores, a nivel global. Pero a menudo también nos permite descubrir, en alguno de sus laberínticos pasillos digitales, a algún amigo o amiga de antaño con quien perdimos contacto. Y ese alguien me llevó a conectarme con Amalia, cincuenta años después de mi salida del pueblo.

Al poco tiempo recibí, con palpitante alegría, un mensaje suyo, donde rememoraba nuestra infancia con un injustificado cariño por mí, su victimaria. 
    
Debería comenzar diciendo que el pueblo era en realidad dos pueblos. Lo dividían las vías del ferrocarril. De aquí, los gringos, los así llamados colonos italianos que se instalaron en la Argentina a comienzos del siglo veinte; de allá, los criollos, esa raza sufrida de los gauchos y mestizos que ya habitaban estas tierras, desde el tiempo de la colonia. Y que se hicieron estoicos y ladinos a fuerza de atropellos.
                                                                                                
Porque esto no hay que olvidar: cuando las Américas era terra incógnita, en este confín del continente rondaban los tehuelches, los ranqueles y otros aborígenes de la pampa. Luego después de la Conquista arribaron aquellos españoles moriscos y de rostros oliváceos que ya de antaño habían perdido el lenguaje aljamiado y la religión islámica, pero no su amor por la guitarra y la poesía, por los caballos y los cuchillos. De la unión de la india y el español nació el gaucho, entre luchas a facones, entre amores y payadas. Nómades, sin ley y sin tierra, el progreso y la inmigración europea en masa los fue degradando. Pasaron a ser peones pobres, sin memoria y sin futuro en una pampa brutal que ya no les pertenecía.

Cuando llegaron mis abuelos junto a otros colonos, les llamaron “los negros”, y los toleraron—siempre y cuando se quedaran del otro lado de las vías del tren, del lado que se anegaba con las lluvias. Sólo el día de San Roque, para la fiesta del patrón del pueblo, los criollos se cruzaban. Se subían al palco de la pista de baile para berrear alguna poesía épico-gauchesca de versos octosilábicos, llenos de coraje y de nostalgia. Pero el resto del año seguían del Otro Lado, en un tácito ostracismo. Nosotros apenas escuchábamos, por las noches, los cantos de los sapos de sus extensas lagunas, cuando el barrio se les inundaba.

De aquel lado vivía Amelia, con su papá, sus hermanos, sus sapos cantores y su pobreza.
           
Eran tan poca cosa esas vías, apenas diez centímetros de acero elevándose en una tierra chata y amplia bajo un cielo inconmensurable. ¡Tal poca cosa…! Y, sin embargo, de aquí, nosotros; de allá, los criollos, los otros. Se decía que era peligroso cruzar de un lado al otro. De día, porque el tren se venía ciego e implacable y no respetaba raza o alcurnia. Y de noche, porque por ahí andaba La Llorona, llorando el doloroso canto de Medea y dispuesta a lavar su culpa con la sangre humana. Especialmente la sangre de los niños. 
      
El padre de Amelia tocaba la guitarra, como buen criollo. Era un gaucho de ley: vestían botas con espuelas, pantalones abullonados y cinto tachonado de monedas, poncho y pañuelo al cuello. Se llamaba Páez, apellido de moro converso. Sería peón de alguna hacienda, no lo sé. Mi padre, en cambio, era comerciante y descendiente por ambos lados de aquellos pueblos del norte de Italia por cuyas venas corre una buena porción de sangre germánica.  Mi madre era romana pura.
                   
Por alguna razón—tal vez por las clases de música— el padre de Amelia había querido que su niña asistiera a nuestra escuela, no a la escuelita del Otro Lado. Por eso, Amelia se cruzaba a diario. Cruzaba sin miedo, con sol o con lluvia, para asistir a la escuela de los privilegiados. Y yo, una niña decente y de buena familia, le pellizcaba el cuello en la fila, mientras sonaban los acordes del Himno Nacional. 
                                                                                          
Pienso en el cerebro humano, dividido en sus dos hemisferios: uno, dominante, con la arrogancia de su lógica ruidosa; el otro, callado, con la leve sutileza del pensamiento intuitivo. ¿Pero qué es lo que divide un corazón de niña del lado dulce y del perverso?    

Crecimos. El año de los pellizcos pasaron, y Amelia y yo nos hicimos amigas. Yo nunca me había aventurado al Otro Lado. Pero un día de verano, ella me invitó. Fui con otras niñas de mi vecindario. Y vimos su casa, apenas por fuera. Era una casa pequeña de ladrillos desnudos, con un aljibe y un horno de adobe para el pan en el patio de tierra apisonada. Nos mostró el barrio. Algunas viviendas eran como la suya.  Otras me recordaban la casita de hornero, ese pájaro de la pampa que construye, con barro y paja, sus nidos marrones y redondos y los posa sobre los postes de los alambrados. Con zapatos de charol y medias blancas, hundimos los pies en el barrial, y llegamos a la laguna. Allí les arrojamos cascotes a los sapos, con preferencia a los que estaban copulando.                                                                                                 

Amelia fue quien tendió el puente que unió para mí esos dos lados de mi pueblo escindido, y me condujo a aquel otro mundo ignorado. Lo que para mí había sido, hasta aquel día, una mera abstracción mental—el Otro Lado—se hizo materia concreta de repente, en una fulgorosa tarde de verano.
         
—¿Cómo pudiste perdonarme? —le pregunté, en un momento de coraje cuando, a partir de aquel correo, nos volvimos a ver en el pueblo. 

—Tenías solo seis años ¡Cómo no te iba a perdonar! Eran celos.

Por cierto, al llegar a su clase de música, mi madre traía a diario una merienda para mí y otra para la niña Páez, la sin madre. Y todos los días Amelia volvía a su casa, del otro lado de las vías, con la barriga llena y la nuca amoratada. Quiero pensar que eran celos. Me estremece imaginar que yo la castigaba por huérfana, por diferente, por ser sapo de otro pozo. O, simplemente, por dócil. El relativo microcosmos del cerebro no es más que un fractal de la sociedad humana, donde la otredad es detestable, y hay que aplastarla. Y mi yo infantil habría respondido con fuerza arcaica a esas reglas no escritas del racismo clasista y el tribalismo. Barrámoslos de la tierra, porque no son de los nuestros. Volquemos en ellos nuestra insidia, porque son diferentes. Pellizquémosles el cuello a sus niños, por pobres, por alienados. ¡Que no traspasen, que no se crucen a este lado de las vías! ¡Fuera!
 
El yo de hoy mira con asombro al yo de ayer, congelado en la memoria, y lo quiere estrangular. Sin embargo, cada etapa de la vida se la vive con una mente diferente. Mi yo maduro lo comprende, y me perdona. Amelia también me ha perdonado.

Me siento ante el teclado. Como toda confesión que se arranca a fuerza de esculcar el alma, la vista se me nubla y los ojos se me hacen agua. La mente se alborota con las emociones enterradas que pugnan por salir, como un surtidor, desde aquel pliegue de la mente donde habita el Ser Contrito. Bato algunas teclas y enseguida mi mano se aparta, temblorosa, para buscar la copa de vino blanco que hoy tengo a mi lado. Podrán decir mis lectores: ¡Tan nimio el delito, y tan grande y largo el reproche!  Pero nimiedad y grandeza no son metales del mismo quilate para todas las balanzas. Me seco las mejillas con vergüenza. Me consuelo diciéndome que esta vergüenza trae de la mano un paliativo y una gracia salvadora. Pienso en el puente que Amelia extendió entre mi mundo y el suyo y que, desde entonces, yo he transitado por el resto de mi vida: ese puente que me lleva al Otro. Lo busco. Le tiendo una mano cuando puedo, y me detengo a escuchar el canto de los sapos de la Otra Laguna, del otro lado de mi propio pueblo.

Esta historia fue publicada por Seattle Escribe en su antología “Puentes” (Seattle, 2017).

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Acerca de la autora: Rita Wirkala, escritora argentina residente de la ciudad de Seattle, escribe novelas, cuentos, poesía, crítica literaria y libros de texto. Sus trabajos han sido publicados en Estados Unidos y en España, y han recibido excelentes reseñas literarias. Su novela El encuentro ha sido finalista en el International Latino Book Award; y su versión en inglés, The Encounter, en Books into Movies Award. Los huesitos de mamá y otros relatos es su primera colección de cuentos, inspirados en personajes y eventos de su pueblo natal en la pampa Argentina. Más información en su página de autora: www.ritasturamwirkala.com

 

 
The Journey

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Amelia and I

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